Diego no es lo que hizo con su vida, es lo que hizo con las nuestras.
Por Damián Morais
La primera vez que vi a Maradona vi al fútbol. Todavía no se van de mi memoria esas madrugadas del 79. Soy futbolero gracias a mi viejo, él respiraba fútbol, supongo que también por transmisión paterna. Ese 79 me despertaba a la madrugada para mostrarme a un pibe que la rompía en serio. De esa época vienen mis primeros recuerdos futboleros.
Lo tengo tan presente, como que la semifinal de ese mundial juvenil la vimos en Paso de los Libres, donde visitábamos la casa de un hermano de mi abuela. Éramos tantos en esa cocina frente al único televisor de la casa que me tocó, como a los otros chicos, ver el partido debajo de la mesa. En una de esas jugadas electrizantes que dieguito construyó se pusieron todos de pie y alguien pisó la cola del perro de la casa, un pequinés de muy mal humor que terminó clavando sus dientes en mi mano a modo de desquite.


Ese 1979, con 5 años empecé a ver fútbol en serio. Claro, veníamos del campeonato del mundo del año anterior, también recuerdo ese mundial, la final que la vimos en casa de mis abuelos, en Arias, la caravana en ese frío invierno. Pero el fútbol me conquistó al año siguiente, cuando descubrí a Maradona, cuando mi viejo me hizo descubrirlo.
Ese año comencé a acompañarlo con más ganas a la cancha, había visto el juego de la pelota como algo verdaderamente maravilloso. Y como si la estrella de Diego fuese contagiosa Libertad salió campeón de la Liga con un equipazo. Mi viejo, para atraparme, me decía que Libertad también tenía a su Maradona, le decían Balero, pero no logró engañarme. Balero jugaba muy, pero muy bien, pero Maradona había uno solo. Eso pensé en ese momento, y lo sigo pensando ahora. Maradona hubo uno solo.

Con esta introducción me quiero excusar por lo egocéntrico del título, la historia de Diego y yo, no es mía, no es de Diego, supongo que es la de millones que han tenido la posibilidad de asociar buenos momentos a una persona, y eso es lo más grande que dejó el Pelusa. Su fútbol abrió un vínculo entre mi viejo y yo que nunca más se rompió. Incluso me lo imagino ahora, buscando una entrada para ir a verlo allá, donde estén, y donde cada uno viaja en su mejor momento.
Es que mi viejo era muy maradoniano, y seguramente lo sigue siendo.
En el 81 cuando El Diego firmó con boca lo celebró como un campeonato. Ese verano en Mar del Plata Boca iba a jugar la copa de verano, y nosotros estábamos vacacionando. No pudo comprar entradas para ir a la cancha, pero estaba decidido a conocerlo, y allá fuimos, a pasar la tarde a Camet, esperando la llegada del avión. Todavía me pregunto cómo logró que pudiésemos entrar a la pista, pero de pronto me encontré trepado a sus hombros golpeando la ventana del micro, justo donde se asomaba Ruggeri. Diego estaba en el asiento de adelante, con la cortina tapando su figura.
Fue la primera vez que me di cuenta que mi viejo mentía con mucha convicción. Empezó a gritar que éramos de Corral de Bustos, hasta que logró que Ruggeri abriese su ventana. Todavía conservo su firma, la de Diego y Ariel Krasousky, junto con una foto donde se ve mi mano saludando al más grande.
Ese día pensé que por fin mi viejo lo había logrado, había podido conocer a su ídolo en persona, aunque sea a través de la ventana de un micro, pero le faltaba algo, verlo con la pelota en los pies dentro de una cancha, y con la camiseta de Boca.
Ese año lo pudo hacer, y como correspondía, me llevó. Y allá fuimos a Rosario, a la cancha de Central, penúltima fecha, el triunfo le daba el campeonato a boquita, cierre perfecto para el círculo. Partido chivo, cerrado, hasta que llega el penal que le podía dar el campeonato, y quién más que Diego para hacerse cargo. Estábamos en la platea, cerca de la popu, del lado donde Maradona nos iba a regalar el título a nosotros. José Mari, su amigo, el que por sus contactos en el club rosarino nos había conseguido las entradas nos recordaba que estábamos rodeados de canallas y no iba a ser bien visto gritar el gol. Creo que la mala suerte de esa pelota estrellada en el travesaño trajo la buena suerte de cuidar nuestra salud física. No hubiésemos podido ahogar el grito, el abrazo. Pero no fue.
En ese momento el sabor fue amargo, el regreso no tuvo la alegría que él había soñado regalarme, pero sin saberlo, me dejó muchas enseñanzas. Todavía ese es uno de mis recuerdos más felices que tengo de mi viejo. Y cuando hoy al mediodía la muerte de Diego nos pegó, fue en esos momentos en que Maradona atravesó mi y cómo mi viejo estuvo siempre presente lo que me hizo recordar una gran frase de Roberto Fontanarrosa “No importa lo que Diego haya hecho con su vida, importa lo que ha hecho con las nuestras”. Y a mí me regaló cientos de momentos eternos con mi padre. Eso es más de lo que un chico puede esperar.
Y así siguió nuestra relación, su llegada a Nápoles y la cita obligada de los domingos al mediodía a ver sus partidos en vivo y en directo, algo que hoy es normal, pero que en esa época era toda una novedad.
Y llegó el 86 y qué podemos decir que no sepamos todos. Nuevamente juntos frente a la tele, viendo la magia convertirse en fútbol. Nuevamente El Diego metiéndose entre nosotros, en las relaciones. Una siesta de mayo, miércoles, Argentina jugaba con Italia y no me dejaron faltar a clases. No era el siglo de las comunicaciones aún, y enterarse de un resultado dependía de la suerte, alguien tenía que venir y contarte. Y allí estaba yo en el aula, esperando novedades, cuando se para frente a la puerta del aula mi gran amigo Joaquín, golpea la puerta con una seriedad envidiable, y le pide a la maestra que me dejara salir un momento, que tenía que hablar conmigo.
Venía a contarme el partido. Nos sentamos en esas escaleras que en ese momento llevaban a la gente de la plata baja al primer piso del Misericordia, y hoy suben a un cielo infinito. Ahí sentados me contó que había sido empate, pero que eso era lo de menos, tenía que contarme cómo había sido el gol argentino, el efecto imposible que tomó esa pelota luego de ser acariciada por el 10. Ese era Maradona, el que nos unía a los demás con sus maravillas.
Fuimos campeones, nos abrazamos, lloramos, festejamos. Como cábala, nuevamente la final del mundial había que ir a verla a Arias, fui con la promesa de que si salíamos campeones volvíamos rápido, quería festejar con mis amigos ese título. Y pese a que mi viejo protestó, logré convencerlo.
Cuatro años más tarde no viajé a Arias a ver una nueva final del mundo. Todavía me lo reprocha, él estaba seguro que no salimos campeones en Italia porque yo había roto la cábala familiar.
Dos años después me fui a vivir a Córdoba, El Diego no estaba jugando, estaba suspendido por primera vez, pero un día volvió, en el Sevilla, y en la gira llena de partidos que recorrió el mundo pisó la capital provincial. No recuerdo contra quién jugó ese partido, sí que ahí fuimos con el viejo nuevamente a una cancha a verlo, a admirarlo. Por primera vez lo llevé a una popular, en ese momento la del Autotrol, no habíamos conseguido plateas, él estaba incómodo, pero nuevamente juntos en una cancha viendo al Diego.
No fue la última vez que lo vimos, volvimos a encontrarnos los tres en una cancha en el verano del 96. Copa de verano, nuevamente en la popular del Chateau, esta vez en la de enfrente al tablero. Fue la última vez que fuimos juntos a la cancha. Antes de que empiece el partido bajó en el círculo central un paracaidista con la publicidad de Macri que se postulaba de presidente de Boca. No me gusta este tipo me dijo, si él es presidente lo va a echar al Diego.
Maradona se fue de Boca con la presidencia de Macri, mi viejo se fue de este mundo sin ver todos los títulos que ese boquita post Diego consiguió. Mi vieja me decía siempre que no entendía por qué el papi no lo quería a Macri, qué cómo se podía haber equivocado al decir que no tenía que ser presidente de Boca. Mi vieja no entendía que el fanatismo por Boca de mi viejo era muy grande, pero por Maradona más.
Pero antes de eso, un día pude estar con Maradona, fue en el 94, primer partido luego de lograr la clasificación al mundial frente a Australia, Newells tenía que jugar contra Talleres y a mí se me ocurrió que podía hacerle una nota. Tenía un par de ventajas que pensaba aprovechar.
Trabajaba en una radio cuyo dueño era el Colorado Marchini, en ese momento uno de los periodistas deportivos más importantes de la ciudad, le iba a pedir que me llevara con él si lo entrevistaba. Me dijo que no.
Quedaba otra carta importante, el hotel donde paraba era el mismo en que trabajaba un amigo de toda la vida. Era un hotel que frecuentaba, porque buena parte de los artistas que pisaban Córdoba se alojaban ahí, por lo que no sólo tenía a mi amigo adentro, sino que también conocía a muchos de los empleados. También me dijo que no, la seguridad y el acceso no lo manejaban ellos, con diego ahí dentro una empresa privada se encargaba de todo.
Pero insistí, y fui por la que había pensado era la forma más difícil, y que resultó la más sencilla. Lo fui a buscar a Joaquín, le dije que venga, que íbamos a hacerle una nota a Maradona. No muy convencido se sumó a la aventura. Nos abrimos paso entre la gente, no era poca. Llegamos a la puerta y pedimos entrar, como si fuésemos dueños. Nos frenaron en seco.
Pero insistimos, o insistí en realidad. Vengo a hacer unas notas dije. ¿Tiene carnet? Preguntaron, Claro dije, y saqué mi viejo carnet de periodista de la 106 de aquí, de Canals. El guardia lo vio y me abrió la puerta, entré, Joaquín no tuvo la misma suerte.
Primer paso dado, ahora quedaba lo más difícil, acercarse al ídolo, encontrarlo de buen humor, que no nos mandase a echar, o que otro guardia menos indulgente se diera cuenta que en ese lobby había alguien que no debía estar ahí.
Me di cuenta que no era el único descolgado, contra una pared, apichonada, casi escondida detrás de una maceta vi a una chica, tenía que ser periodista. Llevaba como yo un grabador en su mano. Me acerqué y le pregunté, había acertado. Sentí que ella podía ser la llave. Era una chica muy bonita y muy sencilla, santiagueña, de Frías. Su cara de ángel, su tonada cansina era la puerta al 10, no iba a poder negarse a un pedido de nota que le hiciese ella. Se lo dije, le propuse encararlo juntos.
Y allá fuimos, al bar del hotel. Nuevamente un golpe de suerte jugó a favor. Maradona estaba en una gran mesa tomando un café con Peteco Carabajal, su mujer, Jairo y su representante, Marcos Franchi. Una semana antes, en ese mismo bar había entrevistado a Jairo, nos habíamos quedado hablando con Cacho buenaventura de Instituto, club del que los tres éramos inchas. Supuse que se acordaría de mí, así fue.
Le hice una seña, me vio, me dijo que sí con la cabeza, minutos después vino con Diego del brazo hasta donde estábamos nosotros. Nos presentó, como habíamos quedado la periodista santiagueña fue la que pidió una nota cortita. “si todos los periodistas viniesen a pedir las notas así nunca me hubiese peleado con la prensa” fueron sus palabras. Empecé a temblar como pocas veces me pasó en la vida, se dio cuenta, me abrazó y me dijo, acompañame a la puerta a calmar las fieras, tranquilizate, no te van a salir las preguntas si seguís así. Ahí estaba, con Diego pasando un brazo por sobre mi hombro frente a cientos de personas que cantaban por él y ese ídolo, mío y de todos hablando a la gente. Guardo cada momento de esa noche en mi memoria, creo que no me quedó ningún registro, tal vez en alguna vieja caja quede la cinta de la entrevista. Alguien nos sacó unas fotos, perdí el número de ese fotógrafo, jamás vi esa foto.
Salí del hotel tres horas después, luego de tomarme un café con Don Diego padre. Me llevé una frase que me ayudó a entender mucho de lo que Diego era, hacía, sentía: “Vos no tenés idea lo que es ser Maradona, lo que la idolatría le hace a Diego, en Nápoles le salían ampollas en los hombros de tantas palmadas que recibía. Nadie puede ser feliz así” me dijo Don Diego.
Es probable que sea cierto, nadie puede ser feliz así, pero ese hombre que tal vez no era feliz sí podía hacer feliz a la gente. Como me hizo feliz a mí esa noche. Cuando salí del hotel, todavía temblando corrí a un teléfono público, no dejaba de temblar. Obviamente lo llamé a mi viejo, lloramos juntos, por Diego, como tantas veces. Como hoy.